"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 13 de julio de 2018

Los últimos días de Samuel Beckett*


Por John Wallace


Aunque tuvo una salud robusta a lo largo de su vida, el escritor Samuel Beckett sufría de enfisema, agravado por años de fumar cigarrillos baratos en los cafés y bares de París. En 1986, sin embargo, tenía 80 años y su salud empeoraba seriamente.
Beckett había padecido ataques ocasionales de disnea, y por esta época comenzó a usar oxígeno con mayor frecuencia. También había sufrido algunas caídas y sus amigos empezaron a sospechar que no comía bien cuando estaba en su casa.
En julio de 1988, el escritor irlandés se cayó en el departamento parisino que compartía con su mujer, Suzanne [Déchevaux-Dumesnil]. El médico de Beckett lo trasladó a un hospital local para determinar la causa de la caída.
Luego el joven doctor arregló todo para trasladar al ganador del Premio Nobel, ahora un hombre rico, a un asilo de ancianos llamado Le Tiers Temps, cuyo significado, según la interpretación, podría ser “la tercera edad”, “el tercer tiempo” o “tercera parte”. El asilo quedaba en el 26 de la rue Rémy-Dumoncel, en el distrito 14, una zona modesta de la capital francesa. La decisión resultó controversial.
El traslado de Beckett al geriátrico municipal se vio como “inapropiada” y los visitantes quedaban impresionados al verlo en esa austera institución estatal. El lugar, para algunos, era sórdido, y ciertas visitas se horrorizaban al ver dónde estaba viviendo. Su habitación fue consideraba por su médico como “inapropiada y producto de una mala gestión”.


Simpáticos viejitos

Al igual que muchos pacientes, Beckett veía las cosas de manera diferente. El asilo era pequeño, íntimo y sencillo. Su habitación tenía un aspecto simple y monástico que a él le agradaba. Le gustaba la rutina del lugar y las visitas a veces hacían comentarios sobre los “sorprendentemente simpáticos viejitos que miraban la televisión” en el camino a verlo a él. Cuando fue admitido en el hogar, se comprobó que Beckett estaba muy desnutrido y sus amigos reaccionaron llevándole montones de fruta. También era propenso a la soriasis y a los eczemas, y al igual que muchos personajes de sus obras, tenía “trastornos en los pies” y “problema con las articulaciones”. El cuerpo, para él, siempre fue una máquina inclinada a un mal funcionamiento.
Fue internado para realizar un tratamiento de fisioterapia para sus piernas. No obstante, mantuvo una rutina de caminatas, después de las cuales recibía a las visitas y tomaba con ellas un vaso de whisky Bushmills. Sin embargo, intentó mantener en estricto secreto sus paraderos. Sus caminatas contemplativas a menudo lo llevaban a la Rive Gauche y también a varios cafés ubicados a lo largo del recorrido, en los que aparentemente era difícil pagar si uno estaba en su compañía.
La residencia geriátrica era un establecimiento bien modesto, una casa grande, amplia, que anteriormente había sido un hospital maternal. Como la mayoría de los doctores, he visitado pacientes en residencias de ese tipo. Beckett tenía un cuarto para él solo, con un baño pequeño en un anexo al fondo y pocos muebles. Las paredes de la habitación originalmente estaban pintadas de color azul oscuro. Más tarde el cuarto fue redecorado, pusieron un empapelado que a Beckett no le gustó –al igual que a Oscar Wilde, los empapelados no le gustaban.
Tenía un ropero y también un estante en el que guardaba una biografía de Oscar Wilde y otra de Nora Joyce. Beckett también se dio el gusto de comprarse una heladerita de color marrón, que estaba ubicada en un rincón, al lado del tubo de oxígeno. La televisión en la que veía los partidos de rugby entre Irlanda y Francia era prestada.
Como en muchas instituciones de ese tipo, su cuarto tenía un falso candelabro con tres lamparitas que colgaba del centro del cielorraso. No tenía teléfono, así que los demás residentes se acercaban servicialmente a su habitación para avisarle cuando recibía una llamada.
Había un pequeño patio con un árbol justo frente a su cuarto en el que podía alimentar a las palomas. También había una alfombra verde antideslizante a lo largo de la pared del pasillo para la seguridad de los residentes más ancianos. Beckett se refería al hecho de caminar por la alfombra como “un paseo por la franja de Gaza”.


Doctores

Samuel Beckett insistía en que se sentía muy cómodo en el hogar, y, ciertamente, hubiera sido un solitario en cualquier otro lugar. Su joven médico de cabecera venía frecuentemente con cigarrillos, un diario y un whisky Jameson. Si Beckett se lo pedía, el médico organizaba una salida al campo en auto.
Siempre cortés y a veces divertido, Beckett salía a caminar todos los días, especialmente hasta el correo. Un nuevo libro de fotografías de la fotógrafa Françoise-Marie Banier lo muestra en uno de esos paseos. En estas caminatas, pasaba frente a la casa de un amigo irlandés que lo había cobijado muchos años antes, la primera noche en la que huyó de la Gestapo, después de la ocupación nazi de París.
Beckett terminó también apreciando a las enfermeras del asilo y no se sentía preocupado por el escenario médico en el que ahora se encontraba, ya que estaba acostumbrado a los entornos médicos. Había sido chofer de ambulancias de la Cruz Roja irlandesa en Francia luego de la Segunda Guerra Mundial. Su madre, Mary Jones Roe, había sido enfermera en el Hospital Adelaide de Peter Street en Dublín, en donde conoció y cuidó a su futuro esposo antes de casarse el 31 de agosto de 1901.


Primer amor

Además, los dos tíos de Beckett habían sido médicos. Sus mejores amigos, Geoffrey y Alan Thompson, también fueron médicos, y su primer amor, Ethna McCarthy, fue una doctora egresada del Trinity College de Dublín (tcd). Beckett redescubrió su amor por las palabras en el asilo y escribió su último poema, “What is the Word”, en esos días. El primer poema de Beckett fue “Whorescope”. Lo escribió en 1930, y también publicó cuatro poemas en París en 1931, si bien todavía era profesor en el Trinity College. Empezó a verse a sí mismo como un poeta, y finalmente cortó lazos con la academia. Como resultado, pasó a vivir de “pequeñas sumas caritativas” que le enviaba su familia en Foxrock. Se había rebelado contra sus nociones de respetabilidad y su situación financiera era casi siempre sombría.
En 1935, mientras vivía en un altillo en Clare Street, en Dublín, publicó trece poemas titulados Echo’s Bones. Las ventas fueron desalentadoras. A partir de 1940, escribió casi siempre sus poemas en francés, en trozos de papel, cuentas de café y hojas con membretes de hoteles.
A menudo tenían como máximo siete palabras. Su último poema, escrito en el asilo, fue incluido en una edición reciente de su poesía completa, editada por David Wheatley.


Final del juego

En julio de 1989, la mujer de Beckett, Suzanne, falleció, y él regresó al asilo luego del funeral. A pesar de la pérdida, a Beckett se lo vio entero, aunque ligeramente alterado hacia el final de la ceremonia. El 6 de diciembre, fue encontrado inconsciente por una enfermera. El director del asilo se comunicó con su médico y con el hospital local.
Mientras era llevado en una camilla, Beckett les gritó a sus compañeros residentes que volvería (I’ll be back!). Enterándose de que estaba enfermo, Eoin O’Brien, profesor de Farmacología Molecular del Instituto Conway de la University College de Dublín, viajó desde Dublín para verlo. El 19 de diciembre Samuel Beckett había entrado en coma.


Rechazado por veintisiete editores

A pesar de que nunca se había sentido a gusto en el mundo, el final de partida tampoco le resultó fácil. En sus comienzos, sus libros fueron rechazados por veintisiete editores. Aun así, persistió y redefinió las posibilidades de la ficción. Sin embargo, comenzó y terminó su carrera en la poesía.
Uno de los más audaces escritores del siglo veinte murió en la mañana del 22 de diciembre de 1989, de una falla respiratoria. Su funeral fue privado y secreto. Fue enterrado con Suzanne, el 26 de diciembre, el día de San Esteban, a las 8.30 de la mañana, en el cementerio de Père-Lachaise, en el distrito 20 de París.
No hubo discursos, pastores, ni servicio religioso. Habiendo alcanzado los 83 años, antes de ser finalmente perdonado, había recorrido un largo camino. Durante semanas luego del entierro, su tumba fue atestada de flores y mensajes escritos en hojas arrancadas de cuadernos y en boletos de subte.

Traducción: M. Dupont

(*) Publicado en el Irish Medical Times el 21 de abril de 2010.

Beckett y Adorno*


Por James Knowlson


[Febrero de 1961] De Bielefeld, Beckett viaja luego a Frankfurt para participar de otra velada organizada en su honor por el director de la editorial Suhrkamp, el doctor Siegfried Unseld. Una vez más, uno de esos eventos oficiales y mundanos que Beckett no aprecia en absoluto. La multitud que se reúne comprende autores publicados en Suhrkamp, universitarios, editores, periodistas, personalidades locales, estudiantes. Después del discurso de apertura pronunciado por el doctor Unseld, el filósofo Adorno pronuncia, “con su voz átona inimitable”, un discurso-río sobre Final de partida donde habla de la pérdida de sentido, de identidad, de decadencia y descomposición. Luego Elmar Tophoven lee en su totalidad la traducción alemana, que todavía no se había publicado, de De una obra abandonada. Finalmente, con sus pequeños zapatos, Samuel Beckett se levanta, sube al estrado, y con una voz temblorosa, con la menor cantidad de palabras que pueden permitírsele sin parecer maleducado, agradece a Unseld, a Suhrkamp, a Adorno y a sus traductores alemanes, Elmar y Erika Tophoven.
Unas horas antes, Unseld había invitado a almorzar a Beckett y a Adorno, que también era uno de los autores de la editorial. Años más tarde contó lo siguiente:

Adorno se puso enseguida a desarrollar su idea sobre la etimología, la filosofía y la significación de los nombres en la obra de Beckett. Sostenía con insistencia que “Hamm” [en Final de partida] derivaba de “Hamlet”, y tenía toda una teoría al respecto. “Lo siento mucho, profesor”, le dijo Beckett, “pero ni por un segundo pensé en Hamlet cuando inventé ese nombre.” Sin embargo, Adorno insistía, y Beckett se empezó a poner de mal humor. […] Por la noche, Adorno comenzó su discurso y, obviamente, subrayó que “Hamm” venía de “Hamlet” [y que “Clov” era la contracción de “clown”]. Beckett lo escuchó pacientemente, luego me susurró al oído (lo dijo en alemán, pero lo diré en inglés): “Ése es el progreso de la ciencia: ¡que los profesores puedan obstinarse en sus errores!”.1

Traducción: M. Dupont

(*) Extraído de la biografía de James Knowlson, Damned to Fame. The Life of Samuel Beckett.
1 Siegfried Unseld, discurso pronunciado en el ii Congreso internacional sobre Beckett, La Haya, 8 de abril de 1992.

martes, 1 de mayo de 2018

Néstor Sánchez, en argentino

Por Hugo Savino


Hay una frase de Laura Estrin que me gusta para empezar: “Y es cierto, si no se empieza por la vanidad, por el mito… ¿por dónde si no? Por la ficción, decían…”. Sí, decían ficción, y eso resumía todo, pero sigue siendo una palabra actual, de época, y ya era y es una palabra de museo en la obra de Néstor Sánchez. Todo lo que es de época es museo. Así que tenemos estas otras palabras: vanidad, vanidad de vanidades, mito, zona mítica, que se harán canto. Y canto es desarrollo de canto. El concepto de ficción se deshace en Néstor Sánchez. O más preciso: se hace y deshace. No hay tema. No hay relato. Hay motivos. Ficción y relato para él van de la mano. Y los relatos son fabricaciones de la propaganda. Se escriben para convencer. Tienen en cuenta al lector. Ese perezoso que casi siempre finge leer. No son poema. La obra de Néstor Sánchez, su manera de oír la literatura está del lado del recitativo. Del motivo. Sánchez escribe acentuando la palabra en la escritura, no en la letra. Sus libros, a partir de Siberia blues, empiezan a caer en un espacio que solo lee la letra. La crítica empieza a profesionalizarse. Aparecen las gangas: estructura, el placer del texto. Es el momento en que la literatura solo se ocupa de la letra, o sea del relato. Narración sin recitativo. Una menesterosidad que ocupará todo el terreno. Coro de monaguillos de la letra que solo lee el tema. Lee el relato. Ahí, en ese punto situado, Néstor Sánchez entra en conflicto con su época. Cada libro acelera la separación. En el territorio de la inflación de la letra, él escribe frase y ritmo, entre tensión trágica y humorística. Escribe una sintaxis retorcida porque este libro se le impone como exigencia de enigma, de libro en estado de pregunta. Ni personajes-símbolos, ni personajes-heraldos (Carlo Emilio Gadda). Los libros de Néstor Sánchez siguen, como las personas de Cómico de la lengua, su viaje del norte hacia el norte. Con tironeos al sur. Se alejan del centro de su época. A Néstor Sánchez la palabra se le hace frase y desarrollo de frase, y activamente enigmática.

Hay un leer para transformarse – Mauro Chavarría ausencia de dos días, y vuelve con una pila de libros que compró. ¿La zona mítica exige lectura? ¿Es como la leyenda? La conquista de una voz es una zona mítica. Y esa zona mítica incluye una poética del rechazo. Cómico de la lengua es una crítica a la figura del escritor como maniquí solemne: “Por primera vez experimento la necesidad de decir cosas, pero cosas que siento como esenciales, y no reflexiones derivadas de la cultura. Conocí a esa clase de escritores que creen poseer la ‘verdad’, escritores muy conocidos que enuncian ‘verdades’ definitivas, sin duda por miedo a descubrir otras cosas que socavarían su modo de vida y su escritura… Me interesé en ellos, en sus vidas, los escuché hablar: me espantaron.”

Y están las citas que abren el libro: la de James Joyce:
De la inexistencia a la existencia él venía a los muchos y era recibido como unidad; existencias a existencia él era con cualquiera como cualquiera con cualquiera; ido de la existencia a la no-existencia sería percibido por todos como nada.

La cita del tío Ismael:
¿Acaso nada más, cómico de la lengua, vigilo lo que no conozco?

Cómico de la lengua es un libro de preguntas sin respuestas: “La escritura cuando alcancé el estado esencial de pregunta tendió a un humor grave, acaso angustiado”. El estado de pregunta disuelve la solemnidad que impone el tema o el relato. Cómico de la lengua es un catecismo recuchicheado. Entonces: ¿qué vigila ese cómico de la lengua? El escritor como cómico. Igual que el traductor como estafador (Bernard Hoepffner) sale del círculo social de la charlatanería. Del realismo lógico. Los dos, cómico y estafador, o ladrón de bancos, o de estaciones de ferrocarriles, vigilan que su oído no se arruine en la solemnidad del saber, que generalmente tiene a la ficción como valor absoluto. Como “literatura universal”. El boom fue, entre otras cosas, esa ambición ridícula a literatura universal. Los libros en el changuito del supermercado fue y es otra figura de historia santa. Sánchez se rebeló contra su inclusión en el boom, al que consideraba uno de los momentos más bajos de la lengua española, para no perder la voz. El boom para Néstor Sánchez es la época. Los vanguardistas subvencionados que lo acusan de experimental, en realidad, se escandalizan de su no adhesión a la carrera literaria. Industriosos como son, no conciben un escritor que solo escribe. Y hacen de Cómico de la lengua el “patito feo” de toda la obra. Cómico de la lengua es también la búsqueda de una poética de la separación de su generación. Trata de acelerarla escribiendo su travesía. La época tiene sus lugares comunes, y los impone desde sus instituciones. El poema en la concepción de Roque Barcia es a contracorriente de la época. Digo Barcia y puedo decir Néstor Sánchez. Decir boom era una apuesta a esencializar la literatura. Néstor Sánchez escribía para dar a escuchar un poema. El suyo. Ni esencializaciones ni acontecimientos. No era una cuestión de subjetividad absoluta, de poesía, era una subjetivación en la lengua.   

Obra donde el describir lo impone el mismo ritmo. 
  
La cita de Joyce pertenece al capítulo que Néstor Sánchez tuvo como guía para este libro, Itaca, el número 17, “el patito feo del libro” (James Joyce a Frank Budgen). Y este capítulo es el regreso a casa. Bloom y Stephen van en “curso paralelo” a la casa de Bloom. Van a la cocina y ponen el agua para tomar algo. Y Néstor Sánchez invierte Itaca, en Cómico de la lengua hay un ir del norte hacia el norte. Salir de casa, de la cocina, de lo encásico. Siempre del norte hacia el norte. ¿Búsqueda del paso del Norte? Acá no hay regreso a casa, están los que se quedan allá, los Urrutia, las cartas de Juan-Juan aburrido y tocando en el piano siempre el mismo tema que le pide la gente, entre despianizarse y repianizarse, y los que van detrás de los que partieron, y los que siguen partiendo, hay exilio, hay lo exílico en la atmósfera. Hay varios exilios, el exilio en el propio país, en la cultura, se puede estar lejos y ser forastero, o “extranjero en el tiempo”, basta con no ser de la parroquia, por ejemplo. Ahora, de la parroquia narradores. No hay que irse para ser un exiliado, exilio en Néstor Sánchez tiene una historicidad, que arranca en Nosotros dos y llega hasta El drama sin atenuantes. Y el exilio se hace errancia, y lo que sigue hay que leerlo, no se puede filosofar, retoriquear encima de los libros de Néstor Sánchez.

¿Un irse que se detiene alguna vez? ¿O, acaso, se hace moneo ambulatorio?

Está el Eclesiastés. Entre las líneas. Esa vanidad de vanidades que Néstor Sánchez explora en sus libros o entrevistas. Acá, una de las vanidades, tal vez, la mayor, es “la tentación literaria sin atenuantes”, entonces, hay que explorar esa vanidad. No es interpretable, no es contable. Se escucha en cada lectura.

Están las ausencias: nombro dos:

La muerte es la ausencia interminable de perro.

Y la ausencia inacabada de mona.

O sea: hay ausencia interminable de perro y ausencia inacabada de mona. Y más ausencias “en el gran trinar adentro del verde que por su parte reverberaba” que se arman y rearman. Y hay presencia de “poema en el sentido de ser o en todo caso admitirse un guijarro de playa”, tal vez podemos decir: hay guijarro Joyce.

Está lo lumpen a lumpen: “el beisbolista Jack Kerouac releyendo incansablemente”. Y Néstor Sánchez a Marta Gallo: “Y de una manera fundamental con un texto que la literatura americana tiene que reverenciar para siempre como es El ángel subterráneo de Kerouac. Cuando él hace coincidir el temblor de la página con esas expectativas que en mí eran exactamente coincidentes […]”.

Está la línea que recorre toda la novela: la tensión entre lo reconvocante y lo desconvocante. La imposibilidad de comunidad sagrada. Y lo que reconvoca insistentemente a ese estrago llamado lo sagrado. La libreta de notas, ese correr de Roque Barcia a la nota, es el desacato a lo convocante-reconvocante sagrado. A lo sagrado que es fusión, y es lo contrario de lo divino. Primero el verbo, después la letra. La escritura, esa vanidad de vanidades, se hace en soledad. Se la mastica, hasta hacerla canto. O, fatal, se pierde la voz. Con la filosofía, “cuando el predicamento poemático de la página termina en la filosofía, todo entra en un plano secundario”.

Y está Maimónides, que abre a lo divino: “Maimónides aseguraba, por su parte, que solo eran divinas las palabras de un sueño cuando resultaba imposible comprobar quién era, en todo caso, el que las había pronunciado”.

Están los reproches a la sintaxis de Néstor Sánchez y están los reproches a la persona de Néstor Sánchez. Vieja manía sainte-beuviana. Pretensión de conocer a la persona para conocer al escritor. Más que vanidad. El reproche del academicismo actual es que Néstor Sánchez es muy experimental. Escuchan con el oído de Adorno cuando tal vez les iría mejor si escucharan con el oído de Aníbal Troilo o de Charlie Parker. ¿El reproche a la persona? Y bueno, eternos llorones del compromiso, Néstor Sánchez era, también, un sujeto psicológico.

Y está la renuncia a la ilustración: “Barcia renunciando a ilustrar literariamente cómo piensa una mujer, en este caso con un hijo y abandonada en la selva: la desidia bendita de Barcia”.

La desidia como fuerza asocial. Contra la jauría de los arcángeles de la poesía. Que aman la poesía, la filosofía y no el poema. ¡Ayúdanos desidia bendita de Roque Barcia!

Cómico de la lengua lleva a estado de sospecha lo duradero en común: “Ni mosquitos ni mona empedernida, ni jeep, ni Nacha, ni siquiera esa sala levantada como si fuese posible algo duradero juntos”.

La pretensión enfática de sentirse escuchado, que tal vez equivale a pretensión a terminar encuadernado como literatura universal aturdiría hasta el hartazgo: ¿o no?, a esto una respuesta en forma de pregunta: “¿Acaso creyó saber que lo escucharían? ¿Es realmente imprescindible sentirse escuchado?”.

Cada vez que abro un libro de Néstor Sánchez, todo vuelve a resituarse. Uso este re, sobre todo porque en este libro intensifica el empleo de este prefijo. En Cómico de la lengua las personas vuelven a “requererse con dificultad de corazón y de sintaxis”. No se escribe, se remingtonea. La sintaxis es un eje de relación. Néstor Sánchez, como decía Mallarmé, es un sintaxero. Y como sobre el lenguaje solo hay puntos de vista, la lectura vuelve a desplazarse, cada vez. Y esta vez el prefijo re se me impuso, y sobre todo el verbo remingtonear. Néstor Sánchez, en Cómico de la lengua, pide una lectura que no le ponga límites ni al tiempo ni a la sintaxis, el futuro acá se quiere trágico, cómico e indeterminado. Cómico de la lengua es una lucha entre lo acabado y lo incumplido. Entre soy y será que será. Aquí, el estado de pregunta es cómicamente infinito. Y escrito en argentino. En el argentino de Sánchez. Pero, y hay que insistir, no es la época la que escribe, es Néstor Sánchez. Que no se pone bajo el paraguas de ninguna garantía. Pone el cuerpo en el lenguaje. No hace estilo, hace ritmo. En Néstor Sánchez el lenguaje es una relación con el cuerpo. Y ese re desborda cualquier efecto de sentido, no es efecto sonoro, es “subjetivación máxima”, no es experimental porque está el cuerpo en el lenguaje escribiendo lo que no tiene y lo que no sabe.

Y están las secuencias de cine mudo –que ya estaban en El amhor, los orsinis y la muerte: “Los ojos del fantasma debieron presenciar la despedida de Pedro y Marisa breve, dificultosa, con los brazos de los cuatro que se entrecruzaban, con una de las valijas que se abría”. O: “Max Linder en la pantalla espejo y un helado de limón que se deshace despacio en la mano derecha”. El cine sonoro, o lata sonora : “Solo por las calles abarrotadas de Londres mientras triunfaba masivamente el cine sonoro”, será una demostración abrumadora de diálogo, estará cerca de eso que Néstor Sánchez llama, con humor: “literatura universal”, esa no-lectura que ve sin ser visto, que está sin estar, que todo lo sabe, que todo lo que se escribe “lo aumenta con alguna que otra reflexión contingente” , en fin, el detestado realismo omnipresente que solo sabe hablar la voz del amo.

Roque Barcia siempre teclea una relación: “encuentros furtivos, plaza, extrañeza del yeso ausente, amargura y como una sorpresiva fugacidad de las cosas”. Roque Barcia siempre entra en pausa manuscrítica, Roque Barcia siempre en disyuntiva entre no traicionar lo cronológico y el atrevimiento anticronológico. O descifra los papelitos de una carta. De una u otra manera, escribe hacia: “Repentina precisión en el teclear barciano”.

Este libro también es una voz de humor, que hay que pescar como perlas, entre las líneas: “más un rencor también imprevisto hacia lo medieval como alcalde”. Antidesfile: “que lo festivo no debe dejarse de lado porque la prescindencia de lo festivo representaría el triunfo final de los desfiles y de las estatuas y del bajo romanticismo francés y de todos los diarios de la mañana y de la noche”. No es la voz de un predicador de la ficción, no es puesta en abismo, hay un manuscrito dando vueltas, hay pausa manuscrítica en Roque Barcia, hay diecinueve libretas de apuntes, hay una Remington, hay tecleo. En ese amasijo el sentido se hace y se deshace. La voz del libro apunta a la de un sabio con la tela rajada. Una palabra de sabio cómico del Eclesiastés que

reconjetura
remingtonea
resiente lo sentido
un Barcia que hace relectura del Eclesiastés.


(*) Texto leído en la presentación de la reedición de Cómico de la lengua (Libros de la Resistencia, 2018).