"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

martes, 14 de noviembre de 2017

De lo políticamente correcto a lo políticamente abyecto, pasando por lo políticamente abstracto: un viaje contemporáneo

Por Philippe Muray


Cuanto más se nos escapa la realidad, mayor es la venganza contra las palabras. Cuanto más se desvanece el mundo concreto, cuanto más inatrapable, incontrolable se vuelve, cuánto más ahogado está en el oleaje centelleante de las imágenes o desintegrado por la acción de la técnica y de la ciencia, mayores son las represalias que se ejercen contra el lenguaje, el pensamiento y las intenciones ocultas. De ese modo se restablece el imperio sobre la realidad, pero solamente a través de la omnipotencia infantil, es decir, de la ilusión. Cuando el resultado de la empresa termina fracasando, como es lógico, hay que recomenzarla, incesantemente; y de una manera cada vez más feroz, en una escalada en la cual el resentimiento logra atiborrarse sin límites.
Antes que nada, lo “políticamente correcto” es esto: una rabia impotente que se transforma, de manera mágica, por decirlo así, en una venganza contra la palabra, acusada de operar directamente sobre la realidad. Es preciso que nos quede una víctima, a nosotros que hemos perdido todo. Será el hombre hablante, el hombre en tanto ser hablante. No cesarán de corregirlo. Como un error. No dejarán nunca de vigilarlo, de acosarlo, de perseguirlo. Lo “políticamente correcto” son las Euménides de Esquilo volviendo a ser Erinias. El antiguo enjambre de furias de la Justicia vengadora, convertidas a la benevolencia hacia el final de La Orestíada, retoman su vuelo pero como furias. En el nacimiento del siglo xxi resuena el ruido de cólera de esos abejorros morales.
Para el militante de la “corrección política”, es decir, para el correctista, la palabra “perro” siempre muerde. También ladra. El correctista se aplicará, pues, a inventarle un sustituto que tenga los dientes menos afilados. Un ersatz menos canino pero mucho más mimoso. Ya ha encontrado tantas palabras para tantas cosas, personas, oficios, funciones o situaciones diversas, que si nos guiamos por ellas ya no reconocemos esas personas, esos oficios, esas funciones y esas situaciones. Discípulo ingenuo de la “neolengua” de Orwell, fabricante en cadena de estereotipos sorprendentes y de eufemismos que no le temen al ridículo, el correctista rehace el mundo a imagen del lenguaje que él transforma; luego encuentra los medios de castigar duramente a aquellos que no aceptan todavía sus directivas como buenas acciones, o a aquellos que quieren ir a ver si todavía hay algo detrás de los modos de expresión que él impone. Legalmente o no, a través de la ley o del boicot, pero de todas maneras siempre con extrema violencia, persigue y atormenta a aquellos que hayan comprendido que, bajo las nuevas palabras, se esconde (apenas) la orden de tener nuevos pensamientos, y que, en todo este asunto, no se trata en absoluto de hallazgos gratuitos o de fantasías poéticas, sino indudablemente de órdenes implacables, aunque arropadas sistemáticamente por la compasión, el ideal o la virtud.
“Políticamente correcto”: una expresión tal, tan obtusa, tan tediosa, tan irremediablemente fea, ya sea traducida o en el inglés original, sin dudas no habría pasado a las costumbres si no hubiera pretendido legitimarse con toda la realidad monstruosa y las millones de víctimas concretas del siglo xx. De éstas, el correctista se ve a sí mismo como el representante; y lo es, en efecto, pero de la manera en que la clase burocrática de los regímenes estalinistas representaba al proletariado: a condición de substituir toda la realidad pasada, e incluso presente, por su propia existencia abstracta.
Se trata siempre, para el correctista, de luchar contra “la lógica de la exclusión”, de terminar con “todas las discriminaciones”, de detectar ciertas “potencialidades objetivas” que vuelven al humor “susceptible de desviaciones”, de perseguir las expresiones “cuestionables” y así siguiendo; sin olvidar los “retrasos de Francia” en la lucha indispensable contra la lógica de la exclusión, la discriminación, las expresiones cuestionables y las desviaciones del humor y del azar. Pero se trata en primer lugar de imponer eso en el interior de un universo abstracto. Lo “políticamente correcto” es políticamente abstracto. Si el correctista no tiene ningún poder sobre el mundo concreto, que ya nadie sabe a qué se parece o a qué viene a cuento, él saca su poder de esta falta de poder, y sabe que sólo puede acrecentarlo a través de una abstracción o una generalización cada vez más grande.
De esta abstracción y esta generalización, hay que señalar que las mujeres (pero también los niños, los discapacitados, los homosexuales, etc.) son los primeros sujetos de la experiencia. A las mujeres como individuos, el o la correctista consiguió sustituirlas por todas las mujeres. “Al insultar a una mujer, la injuria sexista insulta a todas las mujeres”; “Los insultos sexistas son una violación a la libertad de acción y de expresión de las mujeres”: ¿quién se ha preocupado alguna vez por saber qué quieren decir realmente esas proposiciones? Nadie, en tanto se las recibe normalmente como si fueran palabras del evangelio. Ahora bien, estrictamente no quieren decir nada; nada más que una voluntad de poder sobre las mujeres abstractizadas, colectivizadas o generalizadas.
Esas proposiciones sólo pueden significar algo dentro de una perspectiva colectivista. Fuera de esta siniestra intención, que supone a contrario una “ideología dominante” machista, un “poder” masculino, e incluso eventualmente (prohibido reír) una “soberanía patriarcal” todavía escandalosamente aplastante, no tienen ningún sentido. Sólo encuentran un sentido frente a esos prestigios maléficos del machismo o de la soberanía patriarcal. Es entonces cuando él o la correctista, habiendo construido la idea de un “grupo de mujeres” superior a los “individuos-mujeres”, igual que crea el grupo de los no-fumadores o de los pro-gays (y se lanza incluso en sorprendentes hallazgos como cuando inventa un “Colectivo de demócratas discapacitados”: ¿hay tantos discapacitados totalitarios, fascistas o neonazis como para que sea necesario desmarcarse de ellos?), comienza una campaña para que inmediatamente se deje de hablar, con respecto a lo que por ejemplo se ha convenido en llamar dramas de la violencia conyugal, de “crímenes pasionales” o de “dramas de ruptura” (lo que supondría todavía una relación entre los sexos, incluso brutal y trágica), para que en el futuro sólo se hable de “crímenes de género”, “homicidos sexistas” e incluso “femicidios”.
Así, transformadas en sujeto de sociedad (el correctista dice: sujetos “sociales” o “históricos”), las mujeres concretamente maltratadas se encuentran generalizadas y abstractizadas por aquellos o aquellas que pretenden tomar su defensa, pero solamente a condición de poner encima de cada una de ellas un concepto que las domina y las engloba, y que incluso las absorbe al punto de hacerlas desaparecer: el grupo al cual ellas pertenecen. Para cerrar el asunto, el correctista advierte que cualquier otra actitud con respecto a los dramas de la violencia conyugal “se emparentaría con el negacionismo”. Y, acto seguido, exige que en el futuro, por cada caso de “violencia sexista”, se solicite la actuación inmediata de una u otra de esas “asociaciones comunitarias” de presión y de persecución, las únicas capaces de hacer resurgir la “dimensión colectiva del acto”. Puede igualmente sugerir la creación de algunas “categorías penales”, tan novedosas como delectables.
Lo “políticamente correcto” es la expresión frígida del nuevo mundo muerto, y ya se ha vuelto casi imposible evidenciarle el horror a la humanidad actual, y de hacerle saber que podría prescindir de él. No se lucha frontalmente contra una iniciativa de esa índole. Sobre todo porque los peores correctistas, mientras imponen su terror higiénico, se autoproclaman en su mayoría “políticamente incorrectos” (o “subversivos”, o “rebeldes”, o “iconoclastas”, etc.) y se ponen del lado, en sus más sombríos complots contra el resto de la especie humana, de la “libertad de pensamiento”, que dicen amenazada. Así, todo el mundo se declara al mismo tiempo “incorrecto”, y el peor de los errores sería buscar encarnar, frente a este desastre, una postura a contracorriente, o pretender ser el retorno de lo reprimido de la situación dominante. La trampa de lo políticamente abyecto, tendida por las nuevas Erinias de lo “políticamente correcto”, sólo espera esta ocasión para cerrarse sobre cualquiera que tenga la ingenuidad de ponerse del lado de lo “anti-políticamente correcto” verdadero en oposición a lo “anti-políticamente correcto” estampillado de los correctistas oficiales.
Es la misma realidad de lo políticamente correcto como de lo políticamente abyecto lo que hay que rechazar. Es la creencia en lo políticamente correcto como en lo políticamente abyecto lo que hay que desinflar, como un único globo lleno de mentiras de diversos orígenes. Es la abstracción en la que las mentiras prosperan lo que hay que desenmascarar. Es su doble comedia, tan representativa de este tiempo sin risa, lo que hay que demoler con la risa.
(Febrero 2005)
Traducción: Mariano Dupont