"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

lunes, 17 de julio de 2017

La música del náufrago

Sobre La mañana sol de limón de Hugo Savino

Por Mariano Dupont

Los libros de Hugo Savino son libros solos. De La línea del tiempo a La mañana sol de limón: solos de Savino. “Uno está solo y escribe, eso es lo que pasa.” Y lo que pasa es la voz, la voz sola de Savino. Así que, imitando una vez más a Sexton y Blake, apoyamos el oído y ya está: la voz, el hilo de la voz, que “se pierde y se encuentra, y se pierde otra vez, fatal”, nos va llevando por La mañana sol de limón.
La soledad es clave en Savino: es la que permite que la voz toque la mañana, “esa mañana alimonada, luminosa, año 1950”, que la haga escuchar. La voz “rasca” en la memoria, la inventa, la escribe. Porque no hay memoria sin voz, la “memoria [está] enroscada en la puntación”, es la puntuación, la sintaxis. Savino no va al cofrecito de la memoria para extraer recuerdos, imágenes o palabras como un anciano venerable o “un novelista que rasca en lo verosímil”. Si hay un verosímil, ese verosímil es de papel –nunca realista–, nace ahí, en la página, en el fraseo. Savino no sólo se susurra al oído la tristeza sino también advertencias: “cuidado con lo proustiano remanido, con los jueguitos de evocación realista”.
Paisaje de ensoñaciones. “No me molesta instalarme en un paisaje. Veo algo que me gusta y voy. No estoy apurado por definirlo. No me interesa. Si queda inacabado, mejor. Poco narrativo. Bordes difusos.” Bordes difusos, ensoñaciones inacabadas a través de un paisaje. Avellaneda, Barracas, la Boca, Elia, Roque Juan, Irma, Rafael, Aníbal. Y Lola, sobre todo Lola, la bella Lola, ensoñación Lola, leitmotiv Lola, que “se lleva todas las miradas furtivas”: miradla, miradla, parece decirnos la novela a cada rato. O la calle Palaá, la palabra Palaá –la ensoñación Palaá–, que Savino inventa, así como otros escritores argentinos “inventaron la palabra ‘pava’”. Palabras-ensoñaciones, rascadas aquí y allá, en los basureros olvidados del lenguaje, pero usadas sin el barniz de la tara costumbrista, odiada por Savino: rascabuche, tirifilo, fulo, chiruseo, yugante, entre tantas otras.
Y las lecturas, que son, también, ensoñaciones del “náufrago del refinamiento” Savino, solitario lector de Nadezhda Mandelstam –“me enseñó a escribir mal, a leer mal infinitamente”, “es como una adicción, no la puedo soltar, hace meses, es una descarriada”–, de Jack London, de Paul Claudel, de Carlo Emilio Gadda, de Simon Leys, de Jan Zábrana, de Carlos Mastronardi, de Reinaldo Arenas, “escritores santos y perdidos en algún rincón del mundo a los que leo con toda la devoción posible esa devoción que me lleva a escuchar cada una de sus líneas y pasarlas a mi cuaderno de notas que serán las citas que me salvarán del chamuyero”. El cuaderno, escribir cuaderno –como Marina Tsvietáieva, como Jack Kerouac–, “notas registradas así, como vienen, desencajadas de otras lecturas” y el ejercicio espiritual de “salir a la calle con una cita en el bolsillo, bien aprendida de memoria”: modos de conjurar la pesadez mortuoria de los chamuyeros, de “los charlatanes de la gravedad” (Baudelaire).
Así, con citas, con “frases rotas”, con visiones, Savino va componiendo (“no perder de vista el verbo componer”) sus “borradores dopados”. Su “embrollo”, palabra Savino. Un embrollo al que no le busca solución: “detesto las soluciones narrativas”. Porque “el relato es otra peste”, “el relato no oye el canto, es un llorón que cuenta siempre la misma queja, las mentiras que te comen las palabras, esa horrible palabra eficiencia, maníacos de la eficiencia narrativa”. La “historia” es siempre “una amenaza que se puede tragar el ritmo” (Viento del noroeste). Y en Savino el ritmo es todo, como la voz. “Estar atento. Conjurarla [a la historia]. Usarla pero saber que quiere toda para ella.” Sin embargo, al mismo tiempo, a la par de la atención, una disponibilidad: “No hay que defenderse de las palabras que vienen. No hay nada que proteger”. En las antípodas de “los cuida-concha de la regla”. Que la literatura se defienda sola –o que la defiendan los boy-scouts, que para eso están.
No faltan, por supuesto, en La mañana, los clásicos puntazos de Savino. Él sabe mejor que nadie que en el lenguaje es siempre la guerra. Meschonniquianamente. Así que guerra. Guerra contra los “respetables que lloran por todo, por la humanidad, todo a distancia”, contra los “chantres de la ideología” (“metete  a Marx en el culo por favor”), contra los “poetas del kitsch”, contra los “sentimentales” que trafican con la palabra “pueblo” (“les pagan por eso”), contra la “chusma de diploma”, contra los “escritores disfrazados de vanguardia que hacen nené cascallar”. Y sobre todo contra “la domesticación del lenguaje” (Furgón de cola) con que aburre la sordera, contra los lenguajes adocenados de “los paralíticos de la escritura”, contra “los que meten el lenguaje debajo de la alfombra”.
El lenguaje ahí, entonces, en primer plano, desde la primera frase. El lenguaje como trama, como argumento de La mañana sol de limón. Flaubertismo de Savino, nadie lo dijo todavía, me parece: Savino escribe libros sobre nada, libros “sin atadura externa”, que se sostienen “sólo por la fuerza de su estilo”. Savino no usaría la palabra “estilo”, no le gusta, no es suya, diría más bien “ritmo”. O “velocidad”: sus libros son “para gente que quiere leer algo en otra velocidad”, para esos “amigos ligeramente locos que tienen relaciones ligeramente locas con el mundo con las cosas con los libros”, como escribió en Viento del noroeste.
Por ahí también dice La mañana: “No sé muy bien de qué hablo, ando en un momento de vacilaciones.” Para leer a Savino hay que seguirlo en sus vacilaciones, en sus derivas, en sus saltos de mata. Acompañarlo, dejarse llevar por “la química de la combinación”, por “la trama de los circunloquios” que nos proponen sus libros. La música antes que nada. Sin música no hay voz. Rascar en la memoria, sí, pero también en Art Pepper, en Sunny Murray, en Albert Ayler. De ahí, de la música, sale el idioma loco y solo de Savino –ese “argentino porteño de barracas con incrustaciones avellaneda”–; idioma que logra que todo en La mañana sol de limón –como una ensoñación más, como una “perla rarísima”– suene al mismo tiempo.