"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

jueves, 27 de octubre de 2011

El siglo de Céline


Entrevista a Philippe Muray por François Legarde (1983)


François Legarde: Philippe Muray, usted es novelista pero también ensayista, y ha publicado un libro muy importante sobre Céline (Céline, Éditions du Seuil, 1981). Examina en él las ideologías del siglo XX, y en esa perspectiva, estudia al Céline, aún hoy en día tabú, de los panfletos antisemitas. Y se niega a hacer la separación entre el escritor y el panfletista.
Philippe Muray: Yo parto de una comprobación elemental. Céline es un escritor del que no existen obras completas, una parte de esta obra fue objeto de prohibición, no a causa de una ley sino porque Céline mismo ha prohibido, después de la Segunda Guerra Mundial, la reedición de sus panfletos. Céline es, pues, el único, y sin dudas el último escritor francés del que no existen obras completas. El último escritor que estuvo en esa situación fue Sade. Fue necesario el coraje de Gilbert Lély, la evolución de las costumbres, los trabajos sobre Sade de los surrealistas, y por último su desentierro realizado por la crítica telqueliana, para que Sade comenzara a ser integrado a la historia literaria, cuando formaba parte para todo el mundo (dos excepciones: Flaubert y Baudelaire) de una suerte de museo de los horrores, de las monstruosidades, de la teratología literaria. Si yo aproximo así a Sade y a Céline, es en primer lugar porque ellos representan, cada uno en su época, una monstruosidad inevitable y porque, sobre todo, vienen a cerrar, respectivamente, un ciclo histórico de una manera inadmisible para el género humano. Sade y Céline representan dos umbrales de lo insoportable para la sociedad.

F.L.: ¿Hay sadismo en Céline?
Ph.M.: Sadismo, puede ser, pero en todo caso en el sentido falso del término. En el sentido en que Sade mismo no era “sádico”, pero en el que Céline lo fue. Con justificaciones masoquistas como siempre (él pretendía que eran los judíos quienes ejercían su sadismo con él). Desde este punto de vista, el antisemitismo de Céline es muy trivial, muy criminalmente estereotipado: los judíos tienen todo, se llevaron todo, dinero, mujeres, poder, y hay que hacerles devolver todo… Sade, que sigue siendo para mucha gente sinónimo de abominación, no ha hecho más que escribir de manera muy cruda los sueños reprimidos de matar, de gozar con la destrucción, que nos obsesionan escudados en nuestras protestas humanitarias. Y sólo los imbéciles se inclinan a tomarlo al pie de la letra. No comprender nada de Sade es creer que está a favor del asesinato, cuando la prueba de lo contrario es su repulsión absoluta por la pena de muerte, en pleno Terror. Rechazar a Sade es hacer esta confusión muy clásica entre lo simbólico (las novelas) y la realidad. El caso de Céline es diferente. La enormidad de sus panfletos antisemitas se aplica bien, por desgracia, a la realidad, es decir, a las víctimas que él señala: “los judíos”. Es imposible leer Bagatelles (1937) fuera de la luz retrospectiva atroz de los campos de la muerte.

F.L.: ¿Por qué se insiste tanto, aún hoy, en dividir a Céline entre el “buen” novelista y el “mal” panfletista?
Ph.M.: Porque hay un rechazo a analizarlo. Rechazo a imaginar que dos postulaciones antagónicas hayan podido encontrarse en un mismo escritor. Rechazo a ver sus articulaciones lógicas, etc. Y por consiguiente: minimización de los panfletos, por un lado, y “denuncia piadosa” por el otro, sin el intento de comprender su genealogía tortuosa, es decir, sin eficacia crítica… Hay otra razón por la cual todo el mundo tiene interés en que haya dos Céline. Céline, en el fondo, en la lengua francesa, en el siglo XX, les lleva la delantera a todos los otros escritores. Fue más lejos, con más fuerza, más eficazmente… Encontró la escritura literaria del siglo, su representación, su lengua. Sin pertenecer jamás a ninguna vanguardia, realizó el sueño de éstas. No se puede no pasar por él. Y aquellos que los admiran temen secretamente encontrar, a la vuelta de su admiración, a ese fantasma de la ignominia, ese espectro antisemita, ese fantasma cuya abyección, en cierto modo supera al escritor. Le temen porque, quizá, todo eso diría en el fondo la verdad última sobre la verdadera pulsión latente de las vanguardias. Lo que se ocultaría de regresión criminal en el secreto de todo progresismo eufórico, estando las vanguardias tradicionalmente en el eje del “progreso” y de los mundos mejores. Que Céline haya descubierto la lengua viviente del siglo y que al mismo tiempo, a cada paso, en su obra se tropiece con muertos, es un escándalo, un enigma e incluso una pesadilla.

F.L.: Las obras prohibidas, censuradas de Céline, ¿serán reeditadas un día, como se ha hecho con Sade?
Ph.M.: Quizá, aunque si mencioné esta extraña ausencia de “obra completas”, no fue abogar por una reedición de los panfletos, que no es deseable ahora. Pero yo quisiera señalar aquí un pequeño enigma interesante: Céline, como usted sabe, escribió cuatro panfletos. Los tres últimos son casi exclusivamente largos y siniestros vómitos antisemitas. El primero es mucho más interesante. Se llama Mea Culpa, es muy corto y está exclusivamente consagrado a exponer lo que Céline pensaba de la u.r.s.s., lo que había visto allí durante su viaje en 1936. No es un panfleto antisemita (la palabra “judío sólo se encuentra dos veces, una para desligar a los judíos como causalidad de los males que él denunciaba). Es un panfleto antisoviético. El cual, en el fondo, me arriesgo a decir muy francamente que, a mis ojos, no ha envejecido en lo más mínimo. Que incluso es mucho más suave de lo que después nos hemos enterado del régimen comunista. Ahora bien, a ese panfleto se lo agrupa siempre con las obras antisemitas prohibidas, lo que no deja de sorprenderme. ¿Nadie lo habrá leído? ¿Será siempre culpable de atacar al régimen soviético? En todo caso, estoy a favor de una urgente reedición de ese único panfleto. En el que Céline no dice otra cosa que lo que afirma en todas sus novelas: la mala base, el figmentum malum del hombre, crudamente puesto al desnudo por las ambiciones soviéticas de metamorfosear lo humano.

F.L.: Mucho más cuanto esta prohibición de las obras “malditas” sería en cierto sentido totalmente vana, ya que el antisemitismo de Céline es apreciable en la obra novelística…
Ph.M.: Por supuesto, y se podría mostrar que este antisemitismo se deduce de ciertos temas de sus novelas de la misma manera que su arte de escribir, la convulsión de su escritura, se deduce de los panfletos. Hay allí como la posibilidad de una retroversión. El mismo encadenamiento de los temas se observa en Muerte a crédito, por ejemplo, y en los panfletos. Conociendo el argumento de Bagatelles (relato de la imposibilidad de Céline de hacer representar sus ballets, imposibilidad de donde nace su antisemitismo, siendo todos los directores de teatro “judíos”), se descubre a posteriori un equivalente de ese argumento en Muerte a crédito, que relata la imposibilidad de Céline de contar una leyenda medieval… Si Céline no puede escribir eso que él querría –y, como al azar, eso es siempre algo “delicado”, algo refinado que está en las antípodas de su verdadero estilo–, acusa a ciertas personas. Ballets, una “leyenda” medieval… En cada oportunidad, Céline tiene que renunciar al ideal para entrar en lo concreto. El ideal está ahí, al comienzo del libro, hay que rechazarlo para comenzar. El ideal: lo que excluye la trivialidad de la vida; lo que atañe a la esencia de la literatura, a la estilización épica; lo que realiza la unidad entre lo real y lo trascendente. Es esta unidad la que hay que romper para arrancar el relato. Es esta utopía de un territorio donde el sentido de las cosas ya no es problemático la que hay que desviar. Es ese paraíso perdido (no el de la infancia, sino el de la infancia del arte, de su puerilidad poética: lirismo, armonía pura) el que debe ser sacrificado. Es lo sublime, el género noble, la sangre azul de la literatura, la vena “medieval”, a los que hay que decirles adiós de entrada. “Lo que puedo hacer fácilmente es la novela de caballería, la novela fantástica con reyes, espectros”, dice en 1933. Se tiene la impresión de estar leyendo a Flaubert cuando le escribe a Louis Colet: “Esta es todavía una de mis ambiciones: ¡escribir un cuento de hadas!”. Más preciso, más celiniano todavía: “Tú sabes que uno de mis viejos sueños es escribir una novela de caballería”. O Kafka: “Me gustaría mucho escribir un Märchen”. Al no tener éxito en el supramundo, en el Märchen, el ballet, la novela de caballería, Céline se resigna a la novela, es decir al mundo concreto, el mundo de la desorientación, de la desaparición de los fines evidentes y celestes, del yo desunido, de las relaciones sociales torcidas, de los códigos apremiantes, de todas las inadecuaciones; de la comedia de la vida. Dicho esto, la diferencia de funcionamiento, en las novelas y en los panfletos, consiste en que, por un lado (en las novelas), el fracaso de componer “leyendas medievales” (el fracaso del mal gusto, del kitsch) produce la ficción celiniana, y por otro, en los panfletos, este fracaso produce el desencadenamiento antisemita. Pero se puede también deducir su antisemitismo de sus últimas novelas donde, dejando de hablar de los “judíos”, reconoce una nueva obsesión: los chinos, el “peligro amarillo”…

F.L.: Además, usted muestra que el Céline antisemita grita muy alto lo que la historia colectiva murmura muy bajo.
Ph.M.: Yo me di cuenta de que en esos panfletos se vuelve a encontrar, en efecto, la expresión de una pasión comunitaria extremadamente corriente, por desgracia, lo que Ezra Pound llamaba “esa lamentable pequeña pasión barrial que es el antisemitismo”. Una pasión social que ha sido, en el fondo, la gran pasión de todas las colectividades históricas antes que ellas dejaran de atreverse a proclamarla a la luz del día después de la gran persecución nazi. Los panfletos de Céline expresan de la mejor y de la peor manera este inconsciente de las colectividades occidentales. Se vuelve extraño, en estas condiciones, que sus libros sean prohibidos, como si la colectividad no quisiera saber lo que ella ha venido pensando desde hace dos mil años…

F.L.: ¿Cuál era la posición de los escritores contemporáneos de Céline frente a esta “cuestión judía”?
Ph.M.: Muy pocos escritores son, de hecho, inocentes de antisemitismo. Ni Gide (en su Diario) ni “humanistas” muy respetables como Duhamel o el delicado Giraudoux están exentos. Pero el antisemitismo de éstos era perfectamente admisible y bien educado, mientras que el antisemitismo gritón, vociferante, vulgar, escatológico de Céline aparece como muy llamativo. Ofreció, pues, un blanco fácil. La colectividad se descargó con él de su pecado murmurado. Tengo también la impresión de que el antisemitismo encontró en él su punto máximo de extenuación luego de una historia plurisecular. Una historia muy diversificada que toma formas variables a través de las religiones, de las ideologías, de las civilizaciones. En el siglo XIX, el ejemplo más sorprendente es Marx mismo, que inaugura de alguna manera, después del antisemitismo cristiano, la era del antisemitismo “científico”, economicista, racional (preparado en la época del Siglo de las Luces por algunos pensadores como Voltaire, del cual aconsejo leer el edificante artículo “Judíos” del Diccionario Filosófico). El texto de Marx que incomoda desde hace un siglo a todos los marxistas es el ensayo Sobre la cuestión judía. Si miramos las cosas de cerca, se aprecia que, en definitiva, la reflexión marxista toma su impulso a partir de convicciones antisemitas. Seguramente podemos decir que a lo que apunta Marx, a través de los judíos, es a la ganancia capitalista. Pero es necesario preguntarse si, ampliando su discurso de El Capital, no hace más que universalizar una reflexión que, en el fondo, es antisemita. Yo veo entre El Capital y ese ensayo el mismo lazo que existe entre el nadador y el trampolín, una lazo de causa-efecto. En L’École de Cadavres, Céline menciona elogiosamente a Marx, pensador colocado para la ocasión en el gran Panteón antisemita… Y además, hay que ver la correspondencia de Marx y de Engels, Engels antisemita “a la prusiana”… O incluso las reflexiones de Bakunin, que detesta a Marx porque es judío. O las de Proudhon, que habla de ese “sucio judío” de Marx.

F.L.: ¿Qué vínculos establece entre el estilo de Céline y su antisemitismo?
Ph.M.: Pienso que el antisemitismo de Céline ha sido lógica y paradójicamente ocasionado por la revolución de su escritura. No ubicamos lo suficiente a Céline en el eje de las vanguardias, nos hemos engañado debido a que él no perteneció oficialmente a ninguna vanguardia constituida. Sin embargo, Céline es completamente integrable a la historia de las vanguardias. Va al fondo de su lógica, que es hacer tabla rasa con toda tradición. Va más lejos atacando la Tradición que es el texto bíblico, y en consecuencia, a aquellos que fueron sus depositarios… Céline es el más lógico de los escritores de vanguardia. ¿Por qué se ha querido insistentemente que hubiera dos Céline y no uno sólo? ¿Para que haya dos mundos en pugna, uno bueno y uno malo? Porque si hay sólo un mundo, está contaminado por el mal. Y si hay un solo Céline, éste también está contaminado por los panfletos. Pero si hay dos, entonces se puede admirar al gran escritor sin tener que interrogarse sobre uno mismo, sobre su propio fondo antisemita.

F.L.: Por eso usted escribe que “el escándalo celiniano es ante todo de orden literario”.
Ph.M.: Sí, y porque es de orden literario es escandaloso. La vanguardia, el progreso en el arte, todo eso, en el imaginario portátil de los ciudadanos del siglo XX, es sinónimo de progresismo, de revolución social, de pensamiento de izquierda… En consecuencia, Céline tendría que haber sido, normalmente, él también, un pensador de izquierda. Por otro lado, eso es lo que se creyó cuando se publicó el Viaje: que semejante insurrección en el estilo no fuera acompañada de un compromiso, de una militancia de izquierda, parecía impensable. Ahora bien, lo que sucedió fue todo lo contrario. De ahí el escándalo en el mundo de las creencias en el porvenir y en la solidaridad literatura/progreso… Al punto de que, si quisiera exagerar un poco, diría que en el siglo XX hay dos mundos intelectuales separados, hostiles: la esfera intelectual, de izquierda por definición, y la esfera “Céline”… Quien, además, viene a sacudir el límite interno del discurso de izquierda, mostrándole por un lado los malos recuerdos (el antisemitismo hoy olvidado de los comienzos del socialismo) y sus fracasos formales (la imposibilidad de inventar esta visión nueva que, paradójicamente, un novelista considerado como “reaccionario” descubrió).

F.L.: ¿Habría entonces que decir que Céline fue “de izquierda” cuando era antisemita?
Ph.M.: Las cosas se agravan en efecto cuando leemos atentamente Bagatelles, por ejemplo, o Les Beaux Draps, cuando uno descubre que es allí, precisamente cuando Céline vocifera su odio antisemita, donde también es de “izquierda”, si se puede decir así. Cuando propone programas de reformas sociales, proyectos de nuevo urbanismo, de higiene, planes humanitarios… ¡Entre los llamados al crimen antisemita! E incluso ese “comunismo Labiche”, en Les Beaux Draps, esta “Revolución media” que recuerda curiosamente un montón de debates actuales [1983] sobre el socialismo o el comunismo “a la francesa”… ¿No es, acaso, cuando Céline es antisemita que hace justamente lo que se hubiera querido que hiciese: una proclama de compromiso político de izquierda?… ¿No es eso lo que sus contemporáneos no han podido perdonarle: que los haya escuchado muy bien, ¡pero sólo en los panfletos!? Y que, por otro lado, haya escrito el Viaje, es decir, la obra maestra con la que la izquierda soñaba pero que, por desgracia, no fue escrita por un escritor de “izquierda”… Me pregunto entonces si las razones por las cuales Céline fue masivamente rechazado no son en definitiva, más que políticas, literarias. Y Céline lo sospechaba, sin dudas, puesto que escribía en 1946 a un abogado danés:

Entre tanto odio del que soy objeto, debo contar con aquel de casi todos los literatos franceses, jóvenes o viejos, raza diabólicamente envidiosa que nunca me perdonó mi entrada en escena tan repentina, tan brillante en la literatura francesa. Esos sólo respirarán el día en que sea ejecutado. Desde su publicación, el Viaje al fin de la noche les impide positivamente respirar y vivir. Me encuentro un poco en la misma situación que Manet y Monet después de su descubrimiento del impresionismo. Diez mil pintores de la época hubieran estado perfectamente dispuestos a asesinarlos, e incluso el público, sólo que ellos no han dado en vida buenos motivos de asesinato. ¡Y yo he sido lo bastante tonto como para darlos, todo está allí! Desde la publicación del Viaje, yo me convertí en objeto de todos los requerimientos y amabilidades de los diversos partidos políticos. El Partido Comunista, en ese aspecto, se mostró particularmente acuciante.

Y en otra carta de 1950, Céline escribe:

¡Los revolucionarios y los anarquistas son, tanto en estilo como en pensamiento, por desgracia, siempre, conservadores endemoniados y frenéticos, es algo clásico!

Es así cómo la aventura de Céline, de la que sólo podemos reprobar el antisemitismo, viene también a juzgar las ilusiones políticas del siglo XX. El proceso que organiza su obra es un proceso que se apoya ante todo en la estética. Céline comenzó dando la apariencia de hacer una literatura militante, mientras que se trataba de una literatura que no creía en nada y no abogaba por ninguna modificación política. Los pensadores de izquierda creyeron que Céline, hablando desde el interior del proletariado, iba a comprometerse y entregar un mensaje. Así, Aragón se apresuró a conminar a Céline a elegir el campo. “Es necesario que usted salga de su agnosticismo”, le escribe luego del Viaje. Aragón quiso ponerle la sotana comunista a Céline, pero Céline permaneció laico, al menos desde ese punto de vista, ya que sabemos que finalmente eligió la otra “Iglesia”, la otra religión, la maldita, la antisemita. La obra de Céline me hace siempre pensar en los efectos que produce el Polo Norte, que vuelve locas a las brújulas… Céline enloquece a las brújulas políticas y literarias, que pierden el sentido de las direcciones, la del norte y la del sur, la de la derecha y la de la izquierda.

F.L.: En este mismo orden de ideas, usted también ha dejado en evidencia la distancia que a la vez separa y une a Céline de la corriente oculto-positivista.
Ph.M.: No hay que olvidar que al final del siglo XVIII, las Luces son inseparables del Iluminismo. Lavater, Mesmer, Louis-Claude de Saint-Martin, no se mantienen apartados del gran discurso de la Razón. Y en el siglo XIX, cuando la religión cristiana ha dejado de garantizar una ley fundada en la institución, cuando toda certeza simbólica ha desaparecido, se vuelve a lo que la Iglesia católica había reprimido, esto es, los cultos paganos. Se abrió un abismo que fue necesario llenar, y el culto a la Madre o a los Muertos vuelven, como siempre, a hacer las veces de creencia. Las aventuras biográficas de los escritores se vuelven entonces esclarecedoras. Michelet, nacido en una iglesia secularizada, le canta a la Bruja, rinde culto a la Naturaleza y a los animales, y finalmente completa su Diario con notas sobre las defecaciones y las reglas de su mujer. Victor Hugo, que ignoraba si había sido bautizado o no, y que debió obtener un falso certificado de bautismo con Lamennais, terminó por convocar a su mesa espiritista a los espíritus de los grandes muertos en el momento en que se afirma como profeta del porvenir socialista. Son escritores descristianizados, y por consiguiente, desjudaizados, los que escribirán La fin de Satan, Spiridion (George Sand), Spirite (Théophile Gautier), Séraphîta (Balzac), etc. Hubo escritores, y no de los peores, que estuvieron tentados de considerarse magos. Helena Blavatski traduce teosóficamente la clave escondida de este ocultismo, repitiendo que todas las religiones vienen a ser lo mismo, ¡salvo la judía! El horizonte lógico de esta tendencia sincrética es a menudo el antisemitismo o al menos el antijudaísmo. Lo oculto tiende a afirmar nuestra posibilidad de perfecta armonía con el mundo, mientras que la religión judeocristiana, desde su primer episodio bíblico, sólo habla de exclusión, de desarmonía, de separación y de exilio. La unión que lo oculto y el positivismo buscan (como en Auguste Compte al final de su vida) se hace necesariamente alrededor de una víctima fundadora, a saber, el judaísmo, que siempre piensa doble: el mal y el bien, el hombre y la mujer, Dios y los hombres. El ocultismo o el teosofismo dicen por el contrario que en el origen estaba la fusión, la comunión generalizada, la armonía, lo andrógino… Y la religión judía es la que siempre amenaza esta armonía fantasmática introduciendo una fractura.

F.L.: Estos análisis usted los desarrolla en Le XIXe à travers les âges (1984). ¿Qué le interesa particularmente del siglo XIX?
Ph.M.: Observar en él hasta qué punto el establecimiento, el nacimiento lento y confuso de la ideología dominante del siglo XX, el socialismo, sólo pudo producirse apoyándose en el retorno más o menos camuflado, negado, del ocultismo y de todos los temas de la vieja magia modernizada bajo el nombre de teosofía… Como si hubiera sido necesario lo oculto para interpretar el papel de acelerador invisible, emocional, del socialismo… La frontera entre ocultismo y socialismo es absolutamente porosa, móvil, frágil… Están aquellos, como Allan Kardec, que fueron del socialismo hacia el ocultismo; están aquellos que hicieron lo contrario, como Hugo. La cohabitación es llamativa, permanente y, para decirlo de una vez, comprometedora. Eso es, desde mi punto de vista, el siglo XIX. El porvenir de la ciencia y el retorno de las ilusiones (Renan adoraba la novela oculto-socialista de Sand, Spiridion). El porvenir de la ciencia por el retorno de las ilusiones; el porvenir de las ilusiones científicamente confirmado… Mesas espiritistas, nigromancia, Panteón, técnica. Y hoy: técnica, progreso, era de Acuario, extraterrestres, astrología… En este stock decimonónico confuso y mal visto, es donde, a mi juicio, el siglo XX no ha dejado de abrevar, incluso sin darse cuenta, contándose historias de “rupturas” o de “cortes”.

F.L.: Y Céline, a la vez, va a apropiarse y a hacer estallar esta herencia oculto-positivista.
Ph.M.: Céline ha puesto en escena a dos personajes, al positivista Courtial des Pereires, en Muerte a crédito, y al ocultista Herve Sosthène de Rodiencourt, en Guignol’s Band. Esas son las dos maneras de representar las dos grandes tendencias del siglo XIX, la mano derecha y la mano izquierda que, cuando se juntan, no hacen otra cosa que intentar estrangular… ¿qué cosa? El pasado cristiano y, más profundamente, desde luego, el judaísmo… En las primeras páginas de Guignol’s Band, Céline habla por otra parte de los judíos en términos ocultistas, y cuando es antisemita, es también ocultista y positivista-socialista. Es necesario el encuentro de esas dos tendencias para que haya persecución. Courtial y Sosthène son ironizados, ridiculizados, guiñolizados, y pienso entonces que Céline, a pesar de todo, es absolutamente lúcido en cuanto a este oculto-positivismo.

F.L.: Uno pensaría que no va a caer en el defecto que ataca, y sin embargo…
Ph.M.: ¡Y sin embargo! ¡Ése es todo el problema, ese “sin embargo”!… Y en este punto las cosas son delicadas, difíciles de expresar. Céline, a lo largo de su obra, no deja de afirmarse cada vez más fuera del mundo, muerto en cierto modo, libre, desapegado… Es decir, necesariamente desapegado de las pasiones naturalmente humanas, muy humanas, como el antisemitismo… Yo creo que él fue mucho más lejos en esta postura, en este estatuto de fantasma, de muerto, de espectro, de ángulo muerto de la especie, de otro con relación al mundo… ¿Muy lejos, quizá, para permanecer eternamente en esta soledad? En todo caso, me parece que, con sus panfletos, él quiso romper esta situación, “resucitar” en cierto modo, sentirse de nuevo “vivo” en la comunidad… ¿Y qué mejor manera de sentirse mejor con respecto los otros que persiguiendo? Fue lo que sucedió, desgraciadamente. Y de cierta manera, si hay una moral a desprender de su “aventura”, es una moral del desapego, ya que el desapego, al fin de cuentas, es lo que está más lejos del riesgo de la persecución… Digamos que es la moral mínima que se puede deducir de esta aventura. ¿No es exaltante, esta aventura? Habría que hacer la cuenta de los cadáveres producidos por todas las grandes “exaltaciones” de la Historia…

F.L.: Encontramos ahí al Céline del final, el Céline metafísico, “fantasma que vuelve para redimirse por la palabra”, como usted escribe en su libro.
Ph.M.: Yo creo Céline es de una profundidad literaria todavía desconocida. Él ha cambiado varias veces de estilo y varias veces reinventado su propia lengua. El estilo de sus novelas de posguerra es totalmente nuevo en relación con el de las precedentes. Después de la guerra, Céline está verdaderamente “muerto”, totalmente rechazado. Si él hubiera querido volver a ser aceptado por la sociedad, debería haber hecho una autocrítica. Ahora bien, sabemos que él no la hizo nunca, lo que por otra parte es preferible porque no habría sido creíble. Hace lo mejor, a mi juicio. Él, el perseguidor de los judíos, logró realizar la única epopeya novelesca de los perseguidos de la guerra del 40 que se conoce en la literatura moderna. La trilogía alemana, con las dos Féerie pour une autre fois, que se unen como una suerte de extenso prólogo. Historia y lengua de la tragedia de la Segunda Guerra mundial. Lengua de las deportaciones y las concentraciones. Lengua de las masacres. Y Céline, archiconvencido, en los tachos de basura de la Historia, logra la suprema proeza literaria de dar a su época su única expresión conocida. Céline quería ponerle como título al primer libro que escribió después de la guerra “La batalla de la Estigia”. Y para cada uno de sus últimos libros, siempre pensará en utilizar ese título, pero siempre renunciará. Para mí, ese proyecto que siempre vuelve es sintomático porque prueba que él se vio con mucha lucidez en la única posición que le quedaba: la de Caronte, el psicopompo, el barquero de almas. Céline embarca a todo el género humano en su “barca”, sus trenes de la Segunda Guerra, y más generalmente en el “metro emotivo” de sus novelas. Los últimos libros me hacen pensar en ese fragmento del fresco del Juicio Final en la Capilla Sixtina, donde Miguel Ángel representó a Caronte, abajo, haciendo subir a los condenados en su barca a grandes golpes de remo… Embarco. No hacia Cíteres, sino hacia la noche, el infierno, el “otro lado de la vida”, como decía el epígrafe del Viaje. Céline deviene el barquero de las multitudes humanas y así resucita en la literatura. Se convierte en el que atraviesa el Leteo, el barquero del río del olvido, aquel que encontró el paso… La parábola del “muerto”, “liberado” o “desapegado”, deja de ser una metáfora cómoda para volverse el único estatuto posible, quizá, de quienquiera escribir en este siglo de masacre. Céline, a su manera, aplica verdaderamente in extremis lo que decía Kafka de la literatura: “Escribir es dar un salto fuera de la fila de los asesinos”. Quizá sólo se puede dar el salto fuera de la fila de los asesinos “muriendo”. “Muriendo” para el mundo que, uno no quiere creerlo pero es así, no tiene nada que ver con la literatura. La literatura es esta barca sobre el oleaje nocturno con la cual sueña Céline cerca de su fin. ¡El embarco, el esquife! El barco cargado de jaurías humanas, listo a zarpar, a dejar las orillas para alejarse hacia la Estigia. Céline insistió en que su gran aventura, su gran pasión, había sido el estilo.

F.L.: El estilo, ¿es el hombre?
Ph.M.: En el caso que nos ocupa, la Estigia es Céline. Todos creen que sólo ha escrito el Viaje y los panfletos y después nada más. Casi nadie ha leído sus últimas novelas. Que están pues muy avanzadas aún para nuestra época, para nuestra “modernidad”… Que nos aguardan. Que no queremos leer quizá porque no queremos saber lo que ha sucedido, exactamente, en el siglo XX. El estilo es el hombre, se dice. Y Lacan ha completado, como sabemos: el estilo es el hombre a quien uno se dirige… Bueno, en el caso de Céline, esto para diferenciar bien al sujeto del inconsciente del sujeto soberano de la escritura; en el caso de Céline, entonces, el estilo es el hombre, a secas, ¡y sin dejar dirección!
Traducción: Malena Pozzi

martes, 4 de octubre de 2011

Este lenguaje

Por Esteban Bertola


La dificultad que encuentro al momento de referirme a la obra de Leónidas Lamborghini tiene que ver con el carozo del asunto –que va a seguir siendo un misterio–: cómo referirme a una obra que sólo se deja hablar con un lenguaje propio. Como si la frase de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” fuera llevada al extremo de la extralimitación, inventando lenguaje y mundo al mismo tiempo. Un carozo que podría ser la respuesta del Sabio Negro a la pregunta del Blanco: “¿Cuál es el canto del canto?”, en la payada de los dos sabios. ¿Cuál es el canto del canto?
En ese mundo, el lenguaje habla, como decía Leónidas: el poeta se vuelve instrumento del instrumento. Para referirse a las reescrituras al lector no le queda otra que entregarse a esa corriente de lenguaje y a esa sintaxis violenta, violentada o violada ( porque también es muy difícil fijar cualquier impresión de lectura: el conejo yéndose, siempre se escapa, “como el fantasma de la vida de Melville: no lo agarrás”, y esto porque, además, como dijo Lamborghini ,“cada libro nuevo es una crítica del anterior”: reescribe, modifica, se reinventa), con lo que el movimiento que tiene que hacer el que lee es, en este caso, el mismo que hizo su autor en la escritura. Se repite el juego, se multiplica o se eleva a alguna potencia infernal. Otra vez la multiplicación: responder a la distorsión con más distorsión. Cuando Leónidas dice que el poeta que reescribe –llámeselo parodista o riseñor canalla– a partir del trabajo con la reescritura devela aquello que el modelo oculta o sublima y que lo que primero se devela son las debilidades, o sea la impostura del modelo (que llega hasta las mayores atrocidades, “la amarga verdad” como cita de Diderot), a mí me invita a una lectura por la que respiro y no a una lectura que asesina en clasificaciones algunas más vacías que otras, otras más simplificadas que algunas (que tendrán origen en saqueos para el propio molino –no precisamente por parte de los aqueos–), y que también me permite echar luz (no de lamparita) sobre el infantilismo de considerar como “lo mismo pero con agregados” ese trabajo de escucha permanente (como el de los personajes de Sexton y Blake que apoyan la oreja en las tapas del libro) del poema, la línea, la sílaba, el susurro del lenguaje, el dictado, el tiempo que corre y se escapa en esas líneas en el intento de perpetuar el instante, la oreja vuelta sobre sí misma con la capacidad de aplicar ahí también esa lectura que cuenta con la virtud de reírse de sí misma, y encima cuando toda la vida está puesta en eso, como si esas líneas: “vivir sin esperanza/ en el deseo de encontrar una voz” y lo que agrega Leónidas: “la búsqueda de una voz, eso es lo que recorre la obra de un escritor, intenta acá, tantea allá, para los que no la tenemos…” (humildad y grandeza aparte), como si eso solo no volviera también infantiles los argumentos que intentan fijar la figura de Leónidas o su poética o su obra en algún estante de granito.
Es decir, hay libros que cambian la vida, que la traumatizan para siempre. Los libros de Leónidas para mí pertenecen al conjunto de esos libros. El mundo y la vida, y por extensión, la poesía, los poemas y el lenguaje, quedaron transformados para siempre después de esa experiencia. El reverso del lenguaje se vuelve tan de este lado que: es antes lenguaje la voz del solicitante descolocado, del saboteador arrepentido, de Vincent o de Pablo, que el lenguaje. Es como frotar la lámpara de Aladino, el demonio del lenguaje se libera del encierro con la primera lectura. A mí me pasó así, el primer poema que leí fue “La canción del pájaro cantor” que figura en Verme, donde aparecen por primera vez las reescrituras de Discépolo. Una vez suelto el demonio, hay tela para toda la vida, del derecho del revés y más allá, sigue en el boquete por el que sale el conejo.

Leído en la presentación de El genio de nuestra raza. Las reescrituras, de Leónidas Lamborghini (Ediciones Stanton), el 9 de septiembre de 2011.